Trabajo realizado por Rocío García Peinado y Alba García Barrera.
Hemos querido comenzar este artículo haciendo una crítica directa acerca del título de Silvia Blanco, ya que nosotras somos de la opinión de que cualquier cosa puede servir como herramienta para educar si se usa correctamente. Y tan verdad nos parece esto como que nada educa por sí solo, al igual que no puede hacerlo la publicidad por sí misma, pero bien utilizada puede ser un medio bastante válido y eficaz para transmitir un mensaje a nuestros alumnos, para abrir un debate en el aula acerca de un determinado contenido publicitario, como apoyo visual para iniciar una temática concreta...
No consideramos que estos mensajes publicitarios en forma de advertencia en determinados productos estén cayendo en saco roto. Estamos completamente seguras de que todo comprador se ha detenido a leerlas más de una vez. Ahora bien, si detrás de dichas advertencias no se encuentra una filosofía de prevención social ante la compra de estos productos, ya sea por su grave riesgo para la salud, por la cantidad de gases que emiten a la atmósfera, etc., está claro que no servirán de nada, porque el usuario no será consciente en ningún momento del peligro real que suponen. Y es por ello por lo que estamos de acuerdo con el contenido del presente artículo, pero no tanto con el mensaje que éste lleva por título.
Tenemos el convencimiento de que si la publicidad fuese acompañada por una labor de concienciación ciudadana acerca de la temática que rodee al anuncio en cuestión, este tipo de advertencias surtirían algo más de efecto entre la población. Pero, por otra parte, también creemos, al igual que Marc Puig (Decano del Colegio de Publicitarios de Cataluña), que, a menudo, “las autoridades escurren el bulto y no toman decisiones valientes: si algo es nocivo, que lo prohíban o tomen medidas, pero que no obliguen por ley a la publicidad a asumir las advertencias. Es como si dijeran ‘este coche contamina mucho, y yo no hago nada al respecto, pero póngalo usted en su anuncio’."
Así, pensamos que la Ley General de Publicidad, de 1988, que establece que ésta no puede ser ilícita, engañosa, desleal ni subliminal, debería ser tenida más en cuenta hoy día en tanto que ley. La publicidad debe ser veraz y respetuosa con la dignidad de la persona y sus derechos, y esto es algo que ha de ser inamovible. Y para intentar conseguir que esto se respete, se creó un organismo de autorregulación, “Autocontrol”, que revisa gran parte de los anuncios antes de que se difunden y lleva a cabo una especie de censura profesional previa en la que se comprueba si el anuncio cumple o no los principios éticos de la publicidad de cada sector. Pero para evitar caer en sus redes las agencias de publicidad ya cuentan de antemano con unos empleados llamados “creativos” y que se buscan las mañas para decir en el anuncio aquello que desean y que de cualquier otra manera sería censurable. Sin embargo, esta corrección política que se le exige a la publicidad y que por un lado resulta claramente positiva, al mismo tiempo está mermando la creatividad de su contenido.
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